Hablar de genocidio no es solo revisar el pasado con una lupa de cifras, sino rasgar nuestras almas con preguntas incómodas.
Hablamos del mal colectivo, un odio organizado, y un exterminio planificado. Pero, qué hay detrás y qué mecanismos individuales y grupales lo hacen posible.
Lejos de buscar respuestas definitivas, nos adentramos en una reflexión desde la psicología y la historia sobre una de las palabras más dolorosas del diccionario humano que, aunque parezca increíble, vuelve a estar sobre la mesa en nuestros días.
Ingeniería del horror
El concepto de genocidio alude al exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivos de raza, etnia, religión o nacionalidad. Dicho así, parece claro. Sin embargo, el término esconde una ambigüedad jurídica tan inquietante como útil para quienes se refugian en ella. Pero, dónde empieza el genocidio y qué facilita llegar a esa masacre; quizá la ley y, por supuesto, el silencio.
Porque antes de que corra la sangre, aparece el desprecio; antes de las fosas comunes, los chistes y lenguaje peyorativo; antes del gas, el lenguaje. Las palabras importan, y mucho. No se extermina a quien se considera humano. Por eso, lo primero es deshumanizar, convertir al otro en plaga, escoria, amenaza y merecedor de un escarnio. Y ahí es donde entra el espectáculo macabro del discurso, tan bien ejecutado por propagandas de todos los tiempos y banderas, a veces amparándose en un victimismo a modo de justificación histórica de atrocidades repetidas en la actualidad. Ya sabemos, el ser humano es especialista en tropezar dos veces en la misma piedra o, tirando de conceptos psicológicos, será la humana compulsión a la repetición.
Mal banal y eficaz
Hannah Arendt (filósofa/escritora de origen judío) habló de la banalidad del mal tras el juicio a Eichmann (criminal de guerra nazi). Un funcionario que no odiaba, pero obedecía, que no gritaba, pero firmaba, que no mataba, pero organizaba. Ese es el perfil más aterrador del genocidio moderno, el burócrata del exterminio, el administrativo de la muerte, el presidente que ordena y manda a funcionarios, a población civil militarizada.
Pero no se hace un genocidio con un hombre gris y su escritorio. Se necesita masa, una multitud, aplausos y vítores, junto con testigos que miren a otro lado o, peor, que miren y no les importe. El ser humano, cuando se diluye en grupo, es capaz de casi todo… especialmente si la autoridad lo aprueba, si la identidad colectiva se siente amenazada o si se alimenta a diario una narrativa de miedo.
Desde la psicología social, podríamos hablar del experimento de Milgram (obediencia a la autoridad que termina en profesores cortocircuitando a alumnos), del conformismo de Asch (la presión social como factor que cambia las percepciones individuales) o del escalofriante Stanford Prison Experiment de Zimbardo (carceleros tan sádicos como figurados en una simulación de prisión). Pero no hace falta ir al laboratorio: basta con abrir un libro de historia. Ruanda, Armenia, Camboya, los Balcanes, el Holocausto y Cisjordania, pero, sobre todo, Gaza. Nombres que deberían doler al pronunciarlos, pero que muchas veces se esconden bajo la neutralidad aséptica de un manual o un tuit de cara a hacer un resort en la última franja citada sobre el cadáver de miles de personas de todas las edades (bebés incluidos).
Las víctimas no son cifras
He buscado expresamente una cita de un escritor palestino, concretamente Ibrahim Nasrallah, quien dijo: tenemos miedo de tener esperanza, es más cruel que la desesperación. El genocidio no es solo historia; es advertencia. No es pasado cerrado, sino posibilidad abierta. Y entre tanto, los muertos. No los mencionamos. Hablamos de millones, pero no de Ana, de Mussa o de Jamila. Es ahí donde el genocidio logra su último triunfo: borrar el nombre. Por eso el ejercicio de memoria no es solo un deber moral, sino un acto político y profundamente humano.
Concluyendo
El genocidio no es una tormenta, sino que se construye, poco a poco, ladrillo a ladrillo, con discursos, indiferencias y pequeñas crueldades cotidianas. No solo es obra de psicópatas. Es, precisamente, el producto de mentes ordinarias cuando se combinan con un sistema deshumanizante, una narrativa ideológica y un contexto que favorece la obediencia ciega.
Por eso, la vacuna no está (sólo) en la justicia penal, sino en la educación emocional, en la prevención del odio, en la protección de las minorías, en la vigilancia permanente de nuestros discursos, y —sobre todo— en no acostumbrarse al dolor ajeno. Lo decía Martin Luther King, lo preocupante no es la perversidad de los malvados, sino la indiferencia de los buenos. Y la indiferencia, queridos/as lectores/as, mata; lento, pero seguro.
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